martes, 27 de septiembre de 2011

Este negro sí era sabroso

De toda la expresión salsera, una de las voces que más se acercaba al soneo cubano fue la del barítono ·Pete el conde Rodríguez·. Lo que no ha dejado nunca de ser una ironía porque Pedro Juan era -en este orden- ponceño, boricua y posteriormente, por cosas de la vida, nuyorican.
Pedro Juan Rodríguez, asumiendo su papel de Grande de la Salsa
Debido a la muerte de su padre, en 1946, su madre quedó con severos aprietos económicos y por eso, con apenas 12 años, Pedrito tuvo que irse a vivir a Nueva York a casa de una tía. Ya de adolescente, en sus primeras incursiones musicales estuvo ligado a varias orquestas de cubanos y fue allí donde comenzó a demostrar sus dotes naturales para el canto, y de donde se nutrió para pulir su estilo, que estaba mucho más cercano al fraseo de la mayor de las Antillas que al que comenzaba a sonar con mucha fuerza en la ciudad. Eso sí: nunca estudio canto.
En los años 50 integró la Típica Novel y la Orquesta Broadway, de la que se separó a comienzos de los años 60 por desavenencias y egos. En mayo de 1962 fue contactado por Johnny Pacheco, quien buscaba un vocalista que reemplazara la ausencia de Rudy Calzado y el acople fue estupendo. Grabó con Pacheco desde ese entonces tres discos más de charangas, se amoldó mejor aún al nuevo tumbao que Johnny lanzó en 1964 junto con su recién fundado sello disquero Fania y ambos -a pesar de separarse por dos años debido a un pique que Rodríguez tenía con Ramón Quián, monguito- terminaron formando un dúo de mucho arraigo dentro del naciente fenómeno de la salsa, que produjo discos memorables hasta el año 73.
A pesar del suceso alcanzado con su compadre, Pete tenía otras intenciones y en 1974 le informa a Pacheco de su deseo de montar tienda aparte. Ya como solista lanza un disco, El Conde, que es bien recibido por la comunidad latina aunque no bebiese de las aguas en las que chapoteaba la sonoridad salsera de Nueva York. El sonido propuesto por Rodríguez era mucho más típico que Pacheco -que ya es decir-: para lograrlo, formó una orquesta que era un calco del formato típico del conjunto, organizado por Arsenio Rodríguez en los años 40, pues cuadraba bien con su voz y su estilo, tradicionales pero sin llegar a sonar desfasados.

martes, 20 de septiembre de 2011

Tito Rodríguez, en Puerto Azul

No como ahora, que es más un referente de caos, de violencia, de arterias obstruidas por un atasco permanente de vehículos, de edificios públicos forrados malamente con gigantografías de cierto Mao tropical, de cientos de barriadas hinchadas de chabolas en las que viven con injusticia cientos de miles de personas, de planes urbanísticos dejados a medias y arrimados en el olvido, de infraestructuras que ya pasaron su fecha de caducidad y un entramado social que se ignora y agrede al mismo tiempo, Caracas a comienzos de los años 60 era una ciudad de buen ver, casi elegante, pujante, interesante y dinámica. Se abría con fuerza a la democracia y se estaba convirtiendo en ejemplo para los demás países vecinos, que no son pocos. Además, contaba para aquel entonces con uno de los carnavales más reputados de la región.
Era una ciudad que sonaba bien en el resto de América Latina.
Tito Rodríguez y parte de su orquesta, 1963
Estas características la convirtieron en referente para muchas orquestas. Y, por eso, Caracas fue cantada por muchos artistas, homenajeada en discos y escenario obligatorio de los mejores grupos y artistas.
Una de las personas que mejor supo aprovechar ese empuje que daba Caracas para consolidar una carrera artística fue Tito Rodríguez. Me explico: Tito ya estaba consagrado como uno de los mejores cantantes de música latina en Estados Unidos. Estaba metido en la movida desde comienzos de los años 40 y había cantado para gente de la talla de José Curbelo y Arsenio Rodríguez. Era innovador y muy perfeccionista, y su orquesta estuvo siempre considerada entre las mejores del ambiente latino desde que el mundo es mundo. Pero Tito, también, había sufrido en varias ocasiones las durezas del mundillo musical en Nueva York. Y, honestamente, estaba cansado de ser forzado al puesto de segundón frente a Tito Puente -la rivalidad entre ambos rayaba en el odio-, estaba harto de las intrigas que le causaron bastantes tragos amargos en los Palladium Ballroom (el de Nueva York y el de Los Angeles; en ambos fue obligado a ser número dos en el cartel, cuando él tenía sobradas razones para ser el primero) y de los dolores de cabeza de las uniones de músicos, verdaderas mafias capaces de agitar la existencia al más reposado.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Frankie Dante y su salsa underground

Entiendo que la voz y el soneo de Lenín Francisco Domingo Cerda, conocido aquí y allá como ·Frankie Dante·, no encajan dentro de lo que siempre ha debido ser el excelso canto caribe. Que no llega ni a balazos al nivel de los demás cantantes de su generación, incluso los menos reconocidos (no me pidan poner nombres, por favor, que aquí todos intuimos quiénes son). Que Frankie tenía muchas limitaciones. Es como que me pongan delante de un micrófono y digan: empieza a cantar.
Fatal.
Entiendo también que para algunos puristas su estilo pudiese sonar fatuo y vacuo, saturado e insuficiente; un quiero y no puedo. Que intentaba nadar (sin branquias, el pobre) en las aguas del canto de Ismael Quintana, a quien imitó con desparpajo.
A eso súmale, para rematar, un carácter combativo, un espíritu irreverente y unas posturas políticas bastante heterodoxas, que no eran fáciles de aceptar en los medios musicales neoyorquinos de esos años y que lo relegaron a esos estratos underground de la música latina de Nueva York.
Pero, ¿saben qué? El tipo se arriesgaba. Se mojaba. Tal vez no estaba plenamente consciente de sus limitaciones, o al menos no las veía como tales. Porque se lanzaba a los escenarios y verlo en vivo, en cualquier grabación de youtube,  es verlo entregado. Cosa que tiene su punto. Dante poseía, además, madera para el liderazgo: mantuvo durante bastante tiempo a su orquesta, compuesta por músicos por demás solventes, en ese delicado mundillo de la ciudad que se tragaba a cualquiera.
Porque quería contar cosas, reclamar, abrir un espacio a la queja y al inconformismo, y ya desde sus primeras grabaciones para Cotique Records -sello fundado por George Goldner a finales de los años 60- trató de marcar distancia, con mayor o menor fortuna, de lo que estaba sonando a su alrededor. O como lo definió César Miguel Rondón (que en su tótem-libro lo despacha en un par de líneas, y no me parece justo) con mucho criterio: el desesperado sentimiento del ser marginado que exige ser oído.
Tuvo como referencia clara lo que hacía Eddie Palmieri. Y al menos en ese aspecto el tipo sabía a quién seguir.
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