miércoles, 29 de junio de 2011

Tantos años sin Héctor

Lo fácil habría sido caer en el carril donde caerán todos hoy. Lo fácil habría sido repetir las mismas sonrisas para calificar hasta el cansancio el mito Héctor Lavoe. Que si el cantante de los cantantes (que no es cierto, y sino escuchen un rato a Maelo), que si tenía un escenario que ya muchos quisieran poseer (falso: Héctor no transmitía cuando estaba en tarima, probablemente de lo high que solía estar), que si fue víctima de los malos usos y los excesos de ese Nueva York de finales de los 60 y principios de los 70 (no es así: todo drogadicto sabe en lo que se está metiendo y, además, sabe que se autoengaña diariamente cuando dice: hoy va a ser la última vez... aunque también, hay que reconocerlo, romper ese círculo vicioso puede ser la tarea más titánica que existe). Que tuvo muchos celestinos y pocos amigos (su culpa tendrá por haberles permitido acercarse).
Nunca una frase de Willie Colón fue tan cierta: Héctor le podía mentar la madre a todo el mundo y el público se reía. Lo malcriaron.
Sí, Héctor fue un malcriado. Y su mito sigue siéndolo.
Pero no hace falta que enciendan las hogueras. Si de algo estoy seguro es que, como toda expresión del arte humano, la salsa necesitaba de un mito y Héctor Juan Pérez cumplió con todos los requisitos necesarios para alcanzar ese sitial. Lo mejor del asunto es que se merece estar allí, no solo porque tenía la personalidad idónea para asumir su personaje, sino porque su arte alcanzó niveles de excelencia, su canto -aunque no fuese original- resultó único y la tragedia que terminó siendo su vida lo explica como artista mejor que cualquier otra metáfora.
Héctor fue un nuevo rico. Una persona de bajo nivel social -eufemismo para encubrir la pobreza, la exclusión y la provincianidad- con un don en la garganta, buena labia, algo de desparpajo y mucha pero mucha ambición, que llegó a Estados Unidos con una mano adelante y otra detrás. Como confesó al periodista Max Salazar, cuando tenía 14 años yo sentía que nada me complacía. Dejé la escuela, siempre estaba en metido en problemas... por eso a los 17 me fui a Nueva York a ganar montones de dinero. No sé si pillan la indirecta: no fue a NYC a ser reconocido como un excelso cantante o para labrarse una carrera; se fue para allá a ganarse sus buenos pesos.
El asunto era surgir, y para poder hacerlo hace falta tener mucha ambición.
De hecho, cuando Johnny Pacheco le presentaba a Colón en febrero de 1967, para que este lo grabase con su naciente orquesta, Héctor no estaba para nada convencido de la jugada: no le gustaba el sonido de la banda de Willie; no le gustaba la onda que el adolescente nuyorican con pinta de malandro transpiraba. Es más, Lavoe no llegó a cantar todas las canciones de El malo. Ya había grabado con la orquesta Newyorkers en 1965 y tenía el listón más alto.

miércoles, 22 de junio de 2011

Hay que estar en algo, Charlie

Carlos Manuel Palmieri
·Carlos Manuel Palmieri· fue un tipo al que la suerte casi siempre le dio la espalda. Y no se lo merecía. No solo porque Charlie era un estupendo pianista -mucho mejor que su hermano Eduardo; mucho mejor que casi cualquier otro en su tiempo-, sino porque quienes trabajaron con él han destacado por sobre todas las cosas su calidez humana, su trato justo y su lealtad. Ya que he leído decenas de reseñas favorables, les pongo un ejemplo recogido por el periodista Max Salazar: Cuando Israel cachao López llegó como refugiado a NYC en 1963, Charlie le pidió al bajista de su orquesta, Roy Colindres, que le cediera el puesto por unas semanas, mientras el pobre hombre hacía cash y comenzaba a buscarse la vida. 
Me dirán que exagero. Tal vez un poco -para dramatizar-, pero no me dirán que no es tener mala estrella haber sido el pionero de la locura de la charanga en Nueva York y que tu ex socio, Johnny Pacheco, fuese el que se llevara los honores. O que la compañía disquera que te había firmado un año antes, United Artists Records, rescindiera de tu contrato porque había fichado a Tito Rodríguez, quien, quemado como estaba por su eterna guerra entre-quién-era-el-mejor con el otro Tito, el de apellido Puente, había exigido ser el único artista latino de UA para así evitarse competencias de ego y dolores de cabeza. Y entonces te dijeran: o tocas música hawaiana -el dato es verídico- o no grabas nada. Y que mientras buscabas otra disquera, Pacheco se te adelantaba y sacaba su primer disco de charangas... llevándose la gloria y vendiendo más de 100.000 copias.

viernes, 17 de junio de 2011

Químbara cumbara cumba quimbambá

Mucha gente cree que ·Celia Cruz· fue una de las fundadoras de todo ese movimiento salsero que arrasó como un deslave con la musicalidad de la región latinoamericana en los años setenta. Que esa negra deliciosa, con voz de trueno y sonrisa a flor de piel, estuvo siempre ahí, a la vanguardia musical, marcando el rumbo de todo ese sonido mestizo y agresivo. Habrá que agregar que no fue así, que Celia llegó tarde -casi sin imaginárselo- en 1973, cuando el movimiento estaba ya gestado y caminaba por su cuenta.
                                          Celia Cruz y Johnny Pacheco                       (Lee Marshall)
Y aclaro alguna cosa más: en los años sesenta, cuando esos trombones y esas orquestaciones, esa mezcla, estaban empezando a sonar de maravilla en Nueva York, y aquel tumbao se iba drenando lentamente por el resto del continente mandando al cofre de las antiguallas cualquier cosa que hubiese sonado previamente (excepto algunas honrosas excepciones), Celia Cruz vivía en México, desfasada, semiolvidada por su público y disgustada además con su contrato con Tico Records, un sello disquero que estaba entrando en decadencia y apenas se acordaba de ella, concentrado como estaba en salvar los papeles en Manhattan ante la muerte del boogaloo, el empuje de Fania Records y el temprano declive de La Lupe.
Además, Celia viajaba poco, porque era una época en la que había una ola de secuestros de aviones que terminaban aterrizando -¡oh, casualidad!- en Cuba, y ella tenía mucho miedo de acabar en una de esas aeronaves. No se olvide nadie que Celia era de La Habana y desde que salió de gira con la Sonora Matancera en 1960 no pudo regresar a su islita querida... ni siquiera cuando murió su madre, Catalina Alfonso, pues Fidel dijo tajantemente que no le iba a permitir la entrada.

miércoles, 15 de junio de 2011

La primera grabación de Larry Harlow

             Harlow, en un concierto en el Madison Square Garden, 1978                  (Adal)
Se podría decir que Lawrence Ira Kahn es un judío convertido. Sí, de ese tipo de hebreo que proviene de un hogar de músicos de Brooklyn -padre bajista; madre cantante de ópera- en el que se nutrió de la música de los años 40 y 50. Cursó estudios en la High School of Music and Arts de Nueva York y manifestó inicialmente un gran amor por el jazz y, sobre todo, por el virtuosismo del mejor pianista del siglo XX: Art Tatum. Pero también -cosas de la vida- se fue empapando poco a poco, casi sin querer, de la sonoridad caribeña que prolongaba sus ecos hasta el barrio donde él vivía y que le hizo apurar una estadía en Cuba a finales de los años 50, para estudiar durante año y medio los ritmos de la isla. Allí pudo conocer de primera mano cómo era eso del son y el guaguancó y la guaracha y la rumba; allí quedó extasiado con esa explosión de cueros, ritmos y cadencias.
A su regreso en Nueva York siguió escarbando en los matices musicales que acogía la ciudad y fue descubriendo a esa pléyade de cubanos, puertorriqueños y estadounidenses que tocaban en cosos como el Palladium Ballroom mientras inventaban nuevos caminos para la música latina. El decidió ser uno de ellos y fue a partir de ese momento que se convirtió en ·Larry Harlow·.
Pasó de hebreo a santero, y si ha preferido que le mienten el judío maravilloso es para sonar parecido a uno de sus maestros: Arsenio Rodríguez, el cieguito maravilloso.

martes, 7 de junio de 2011

Ismael Miranda dice: así se compone un son

Después de haber acariciado la fama siendo vocalista de la orquesta de Larry Harlow, y con apenas 23 años, ·Ismael Miranda· decidía en 1973 montar tienda aparte y lanzarse como solista. En Fania Records no podían estar más de acuerdo con la jugada. De hecho, gracias a la popularidad que habían obtenido los cantantes de la discográfica a raíz del éxito de las grabaciones en el Cheetah de Nueva York -de las que hablaré en un futuro próximo-, la nueva estrategia de la disquera sería convertir en solistas a los que aún no lo eran y así satisfacer a esa creciente masa de fanáticos del género, que parecían estar más interesados en las voces que en las orquestas que estaban detrás. Y como Miranda había acariciado el reconocimiento antes que nadie, qué mejor movimiento que empezar con él. Jerry Masucci y Johnny Pacheco estuvieron de acuerdo; Harlow, tragando el disgusto, decidió hacer una ópera-salsa.
Y Miranda puso una enorme sonrisa en la boca.
                                                   Ismael Miranda                                  (Ray Villalobos)
Así se compone un son es un disco interesante, con un fuerte sonido matancero, pero con tres o cuatro temazos que le permitieron solidificar su prestigio como uno de los cantantes de salsa brava más afincados en el gusto de la gente... aunque la larga sombra de su amigo Héctor Lavoe, una orquesta poco estable y mal ensayada, y una pésima estrategia que afincó su imagen cursi de niño bonito de la salsa -mote inventado inicialmente en tono de sorna por Pacheco- impidieron que sus siguientes producciones pudiesen alcanzar los mayores niveles de venta. Expertos como César Miguel Rondón hablan de desarraigo, de pérdida de rumbo debido al alejamiento con el barrio latino que le vio nacer.
Yo pienso que no fue más que una subida de humos.
La fama, que tanto confunde.
Pero entremos en materia. Miranda, que también es compositor, se tomó con mucha seriedad el lanzamiento -excepto la carátula, que es muy mala- y consiguió reunir a una pléyade de jóvenes músicos de mucha calidad, imbuidos todos en la sonoridad neoyorquina.

jueves, 2 de junio de 2011

Salsa at Woodstock, with Bobby Rodríguez

                                Bobby Rodríguez y La Compañía                                                        Dominique
El Joyous Lake es una casa muy grande que fue convertida en bar. Está localizada en Woodstock y se usó durante muchos años para albergar conciertos. Ahora está cerrada y sus dueños la han puesto a la venta, pero en los años 70 fue uno de los hotspots musicales más importantes del Estado de Nueva York. Estuvo inicialmente decorada con adornos de madera hechos por artistas locales, muy a la usanza de todo el movimiento hippie que pululaba por la zona (no olviden que a pocos kilómetros, en Bethel, se organizó el archifamoso Woodstock Festival). Gracias al magnetismo del topónimo, llegó a tener un renombre dentro del circuito musical estadounidense, y
esa estela atrajo a numerosos grupos y músicos que estaban interesados en tocar en su escenario. Artistas de la talla de Pat Metheny, Paul Rishel, Annie Raines o Phish -que se presentaron de improviso y montaron un buena jam- integran la larga lista de performances.
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