Sucedió una noche de 1956. Estaba Tito Rodríguez con su orquesta en la tarima del Palladium Ballroom de Nueva York a punto de empezar su set, cuando un buen amigo se acercó para sugerirle, pedirle, casi rogarle que le diese la oportunidad de cantar a su bandboy. A la petición se unió un coro compuesto por algunas bailarinas y otros panas del figurante, todos muy insistentes. ¿Que ponga a cantar a mi valet?, preguntó, intrigado. Tito se dio la vuelta para buscar a un chico de 21 años, encontrarlo con la mirada y espetarle: pero, ¿tú sabes cantar?
El otro le soltó que sí, que él era el mejor cantante del mundo.
Taimado, Tito soltó una risa y le llamó con la mano para que viniese al centro del escenario, le dio sus maracas, lo presentó ante la audiencia -la pista estaba a reventar- y lo anunció como el nuevo descubrimiento de la escuelita, que era como solía llamar a su grupo. Acto seguido, se acercó al oído del jovencito y dijo: bueno, eso de que eres el mejor cantante del mundo vas a tener que probarlo ahora mismo. Y con su donaire y su pelo engominado bajó a la barra a buscarse un trago mientras el muchacho, nervioso ahora porque le habían dicho que sí, comenzaba a cantar Changó ta' vení. Los que estuvieron esa noche dicen que lo hizo bien.
Al terminar el tema, y cuando le aplaudían, el novato buscó a Tito entre el público. Me moría por escuchar qué pensaba de mí, dijo una vez. Al momento vio que el jefe se acercaba sonriendo, alzando los brazos para animar al público a que aplaudiera más. Ya juntos en la tarima, el joven preguntó: ¿y ahora qué hago? Sin perder la sonrisa, Rodríguez volvió a susurrarle en el oído: ¿no querías cantar? Pues canta.
El otro le soltó que sí, que él era el mejor cantante del mundo.
Taimado, Tito soltó una risa y le llamó con la mano para que viniese al centro del escenario, le dio sus maracas, lo presentó ante la audiencia -la pista estaba a reventar- y lo anunció como el nuevo descubrimiento de la escuelita, que era como solía llamar a su grupo. Acto seguido, se acercó al oído del jovencito y dijo: bueno, eso de que eres el mejor cantante del mundo vas a tener que probarlo ahora mismo. Y con su donaire y su pelo engominado bajó a la barra a buscarse un trago mientras el muchacho, nervioso ahora porque le habían dicho que sí, comenzaba a cantar Changó ta' vení. Los que estuvieron esa noche dicen que lo hizo bien.
Al terminar el tema, y cuando le aplaudían, el novato buscó a Tito entre el público. Me moría por escuchar qué pensaba de mí, dijo una vez. Al momento vio que el jefe se acercaba sonriendo, alzando los brazos para animar al público a que aplaudiera más. Ya juntos en la tarima, el joven preguntó: ¿y ahora qué hago? Sin perder la sonrisa, Rodríguez volvió a susurrarle en el oído: ¿no querías cantar? Pues canta.
Entonces, Cheo Feliciano se acercó al micrófono para interpretar un mambo que estaba de moda ese año: Barito.
José Luis Feliciano Vega, en un concierto en 2012 (Emisora Mariana) |