miércoles, 11 de diciembre de 2013

Forever, Mon

¡Volvemos con Mon!
Como el disco que grabó con Willie Colón había tenido un éxito tremendo, Efraín mon Rivera decidió hacerle caso a los atrayentes cantos de sirena que provenían de Nueva York. Dejó a un lado la vida que se estaba labrando en Puerto Rico (durante su estancia de desintoxicación en los hogares Crea había aprendido el oficio de electricista) para mudarse, de nuevo, a la Gran Manzana, ponerse un traje de lo más bonito y reaparecer como cabeza de cartel en muchas fiestas y eventos. Mon Rivera, el Mon de los trabalenguas, orgullo de su Mayagüez querido y pionero en el uso de una sección de metales exclusivamente compuesta por trombones (origen del sonido salsero neoyorquino), estaba de vuelta pegando duro.
Por supuesto, volver a caer en el ritmo frenético que ofrece el mundo del espectáculo le hizo coquetear, también una vez más, con aquellas sustancias y el alcohol, y fue entonces cuando volvió a enfrentarse con sus peores fantasmas. Mon se atascó por segunda ocasión en los pagos de la heroína, estuvo preso brevemente por tenencia, se contagió de hepatitis y la suma de esto con otros desórdenes vitales que arrastraba desde hacía tiempo lo llevaron a la tumba en marzo de 1978.
Efraín mon Rivera Castillo, con más dientes de oro que Pedro Navaja                                         Lee Marshall

El deceso fue un tanto sorpresivo -Mon tenía 53 años- y dejó en el aire un disco que estaba grabando en ese momento para Vaya, uno de los sellos de Fania Records. Era un proyecto dirigido por Johnny Pacheco, más acomodaticio y salsero que el anterior con Colón, aunque también con mucho sabor.  Después del entierro de Rivera en Mayagüez, unos funerales con procesiones garciamarquianas que paralizaron a toda la ciudad, Pacheco comprendió que debía completar la producción. Pero como faltaban algunas canciones para que el álbum no cojeara decidió rescatar de aquellas sesiones grabadas con Willie en 1975 tres canciones: (si el oído no me falla, claro) Caldo y pescao, Se dice gracias y Pancho Macoco, que tienen un sonido más puertorriqueño.
El LP terminó llamándose Forever y no creo que haga falta explicar el porqué.

viernes, 29 de noviembre de 2013

Aquel disco de las canciones con letras muy largas –2–

(para leer la primera parte de esta reseña, haz click aquí)

Cuando salió publicado a finales de 1978, nadie creyó que el impacto de Siembra sería tan tremendo.
Rubén Blades, con cara angelical, en La Tierra Sound Studios 
Que tendría tal contundencia. Que en menos de un año se venderían un millón de unidades, esa cifra astronómica.
Contra todo pronóstico el disco era solicitado a todas las emisoras de radio. Y cuando éstas acortaban las canciones -Pedro Navaja mide 7:22, Plástico dura 6:40- para encajarlas en la rejilla de programación -que solo acepta temas de hasta cuatro minutos y medio-, la gente llamaba a los locutores para decirles: mira, niño, no me cortes la canción. Me la pones completa.
Los cortes incluidos en el álbum, además, rompían con la lógica que imperaba en las emisoras latinas, que ponían melodías destinadas al baile o a la balada. Ahora se sentían obligadas a radiar números con letras que hablaban de libertad, educación y orgullo social, con matices que ponían los pelos de punta a los dueños de muchas de esas estaciones. Y también a Jerry Masucci, dueño de Fania Records, aunque él pronto comprendió que si intervenía podría matar a la gallina de los huevos de oro: el álbum de Willie y Rubén fue el mayor vendedor de copias del sello en un momento en que las ventas comenzaban a caer en picado. El público, cansado de escuchar una salsa que no tomaba riesgos, con discos auto complacientes que se repetían, le estaba dando la espalda a la industria y el boom de la salsa parecía estar casi completamente agotado.

lunes, 18 de noviembre de 2013

Aquel disco de las canciones con letras muy largas –1–

Es un día cualquiera de otoño y estamos en Nueva York. Polito Vega y otros dos djs de radio entran a un salón que hace las veces de sala de audiciones en las oficinas de Fania Records, ubicadas en el número 888 de la 7ª avenida de Manhattan. Allí les esperan, con aire grave, Víctor Gallo y Jerry Masucci. El primero se encarga de administrar el dinero de la disquera y el segundo es el amo y señor de todo eso. Incluso, de los locutores.
Los visitantes saben bien el motivo de la cita: vienen a escuchar el último proyecto conjunto de Willie Colón con el cantante y compositor Rubén Blades. Ellos son los djs latinos más importantes de la ciudad y Masucci quiere saber si les gusta esta producción. Después de los saludos de rigor y justo cuando comienzan a libar los tragos de ron, el amo se acerca al reproductor de carrete abierto y aprieta el botón de play.
Suenan unos acordes de discomusic y todos comienzan a verse las caras.

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Willie Colón y Rubén Blades, durante la grabación de Siembra                                         Fabian Ross
Ahora retrocedamos el tiempo unos meses. Era un día de verano de 1978 en Manhattan cuando Willie y Rubén decidían meterse en La Tierra Sound Studios, en el piso 25 del 1440 de Broadway, para comenzar a grabar Siembra, el nuevo álbum en el que llevaban trabajando unos meses. Un año atrás habían alcanzado un notable éxito con su primer disco juntos, Metiendo mano!, y tenían fe en lo que estaban ahora cocinando. Gracias a la buenas ventas del trabajo anterior Willie había recibido de Jerry carta blanca para hacer lo que quisiera, por lo que la pareja tenía dinero, plena libertad de acción y todas las horas de estudio del mundo. Rubén estaba también consciente de que ese era el momento preciso para interpretar cierto puñado de canciones que había estado componiendo entre 1976 y 1977.


martes, 22 de octubre de 2013

Latin-Soul-Rock, o la mala puntería de Fania Records

Pfffooeeeeiiiiiiiiihh!!
Aún sonaban a lo lejos los pitidos de los micrófonos cuando eran arrancados de los cables en la tarima montada en el Yankee Stadium y ya Jerry Masucci, guarecido en el dugout, maquinaba cómo darle la vuelta al fracaso del concierto de la Fania All Stars, que acababa de ser suspendido cuando aún la orquesta estaba en mitad de la interpretación. Habían conseguido grabar las canciones del primer set, y los camarógrafos lograron filmar un extenso pietaje con los músicos en plena acción. Pero la segunda parte del recital, la que según Fania Recors marcaría los nuevos rumbos de la música latina, había tenido que ser abortada cuando, en una de las moñas de Congo bongó, la muchedumbre rompió las vallas y saltó al campo de juego violando el contrato con los dueños del espacio, que establecía que la canalla, ba-jo-nin-gu-na-cir-cuns-tan-cia, podía rumbear en el césped.
Y eran más de cuarenta mil los asistentes.
Durante el ensayo previo al concierto en el Yankee Stadium, 1973.
De izquierda a derecha: Cheo Feliciano, Pete "el conde" Rodríguez, Bobby Cruz, Justo Betancourt, Santos Colón, 
Ray Barretto, Héctor Lavoe, Johnny Pacheco, Nickie Marrero. La mano en el bajo pertenece a Bobby Valentín     
(Código Music)
Un momento. ¿Marcar los nuevos rumbos de la música latina? Sí. Por lo visto, ese era el plan. Masucci quería superar la barrera invisible del gueto latino de Nueva York -y, por extensión, del Caribe- para acceder al multimillonario mercado discográfico de la música pop. En esos tiempos estaba teniendo ya algunas conversaciones con Atlantic Records, en plan vamos a hacer un joint venture. Quería, también, lograr alguna influencia con los latinos de la costa Oeste de Estados Unidos, que no habían terminado de dejarse querer por las influencias neoyorquinas, porque allá lo mexicano mandaba más que lo cubano. Jerry quería, además, que su modesta disquera se equiparara con las grandes del sector, y la única forma de hacerlo, pensaba él, requería romper los límites del género salsero y aceptar sin timidez los aportes musicales de otros estilos, para hacer con ellos una fusión que pudiese alcanzar a la mayor cantidad posible de público.
Más o menos lo que en la industria se conoce como crossover.

martes, 17 de septiembre de 2013

Pa' que afinquen yo les canto un son

Sucedió una noche de 1956. Estaba Tito Rodríguez con su orquesta en la tarima del Palladium Ballroom de Nueva York a punto de empezar su set, cuando un buen amigo se acercó para sugerirle, pedirle, casi rogarle que le diese la oportunidad de cantar a su bandboy. A la petición se unió un coro compuesto por algunas bailarinas y otros panas del figurante, todos muy insistentes. ¿Que ponga a cantar a mi valet?, preguntó, intrigado. Tito se dio la vuelta para buscar a un chico de 21 años, encontrarlo con la mirada y espetarle: pero, ¿tú sabes cantar?
El otro le soltó que sí, que él era el mejor cantante del mundo.
Taimado, Tito soltó una risa y le llamó con la mano para que viniese al centro del escenario, le dio sus maracas, lo presentó ante la audiencia -la pista estaba a reventar- y lo anunció como el nuevo descubrimiento de la escuelita, que era como solía llamar a su grupo. Acto seguido, se acercó al oído del jovencito y dijo: bueno, eso de que eres el mejor cantante del mundo vas a tener que probarlo ahora mismo. Y con su donaire y su pelo engominado bajó a la barra a buscarse un trago mientras el muchacho, nervioso ahora porque le habían dicho que sí, comenzaba a cantar Changó ta' vení. Los que estuvieron esa noche dicen que lo hizo bien.
Al terminar el tema, y cuando le aplaudían, el novato buscó a Tito entre el público. Me moría por escuchar qué pensaba de mí, dijo una vez. Al momento vio que el jefe se acercaba sonriendo, alzando los brazos para animar al público a que aplaudiera más. Ya juntos en la tarima, el joven preguntó: ¿y ahora qué hago? Sin perder la sonrisa, Rodríguez volvió a susurrarle en el oído: ¿no querías cantar? Pues canta.
Entonces, Cheo Feliciano se acercó al micrófono para interpretar un mambo que estaba de moda ese año: Barito.

José Luis Feliciano Vega, en un concierto en 2012                                            (Emisora Mariana)

sábado, 10 de agosto de 2013

Diggin' the most for Comin' at you

El Sexteto de Joe Cuba
Después de varios años buscando su propio estilo y abriéndose paso dentro del ambiente musical neoyorquino, en la primera mitad de los 60 el Sexteto de Joe Cuba ya sonaba sólido, potente, instalado en la escena. Atrás quedaban esos experimentos de grabar merengues, chachachás y mambos -y lo que el público pidiese- para el sello Mardi Gras (algunos de ellos interesantes, aunque bastante alejados ya del propósito de este blog), o de incluir trompetas para emular a las big bands que tanto furor causaron durante los 50.
Cuba (nacido Gilberto Calderón) entendió que su fortaleza estaba en la brevedad de su orquesta y en la versatilidad de su repertorio, porque de esta forma podría colarse sin problemas entre grandes bandas, como sucedía cada vez que tocaba en el Palladium entre los sets de Tito Rodríguez y Machito, para estar dos horas más tarde dando otro show en un restaurant donde no cabría siquiera una orquesta de ocho músicos. Esa virtud comenzó a dar sus frutos: en 1962, por medio de su mánager, Catalino Rolón, Joe Cuba conoce al dueño de Seeco Records, Sidney Siegel, quien le ofrece sacar un disco (el sexteto tenía ya dos años sin pisar un estudio) y lanzarlo en órbita.

domingo, 30 de junio de 2013

Más salsa underground: The Brooklyn Sounds

Hace más de 40 años la movida musical neoyorquina tenía guaguancó en cantidad. Antes de que los djs comenzaran a ponerse de moda -hacia finales de los años 70-, había muchísimas orquestas para todos los gustos y una asombrosa cantidad de locales en la ciudad donde escucharlas. En el género latino la competencia era reñida pues existían decenas de agrupaciones que se peleaban por asentarse en los dos circuitos nocturnos, ambos con diferentes categorías. Uno era el que aún hoy se sigue llamando cuchifrito circuit, conformado por restaurantes latinos con aroma a aceite quemado, fiestas privadas, salones de baile de poca monta o bares y hoteles de regular tamaño; todos ubicados en Harlem, The Bronx o Brooklyn. Aquí terminaban circulando la mayoría de las bandas con aspiraciones profesionales. El otro circuito, que incluía los mejores ballrooms, hoteles y teatros, era en donde de verdad se podía hacer dinero. Y toda la fama del mundo, que no es poco.
Como era de esperar, el mayor deseo de toda orquesta era alcanzar ese estrellato y disfrutar las mieles de esas grandes ligas: aquel Shangri-la tropical en el que las bandas podían vacilar a gusto en los sitios más importantes de la ciudad.
Incluso, en el Madison Square Garden. Y si no pregúntenle a La Lupe. O a Héctor.
Bushwick, Brooklyn.  1970                                             (Camilo José Vergara)
Había también orquestas, recién paridas las pobres, que pugnaban por establecerse siquiera en el cuchifrito circuit, y para llegar allí no solo hacía falta tener un mínimo nivel de calidad sino también un mánager que te prestara atención y el respaldo de un disco publicado, que era la mejor estrategia de promoción de aquellos tiempos. Para muchas de esas bandas, meterse en un estudio era una absoluta necesidad.

sábado, 25 de mayo de 2013

Pacheco y su Latin Jam

Fue a mediados de 1965, más o menos, cuando Johnny Pacheco decidió quitarse esa espinita que tenía clavada en el ego desde que Al Santiago decidiera nombrar a Charlie Palmieri, y no a él, como director de las legendarias Alegre All Stars cuatro años atrás.
Cuatro años cargando esa espina. Imagínense.
A los que no estén al tanto de la historia, les digo que la Alegre All Star fue la primera agrupación neoyorquina que siguió el camino iniciado a mediado de los años 50 por cierto grupo de músicos cubanos que amaban, también, el jazz y que, como gatos, adoraban reunirse de madrugada en un estudio de grabación simple y sencillamente para descargar una música maravillosa, sin ataduras. Al Santiago había hecho lo mismo en 1961 (aquí pueden leer la reseña), cuando puso frente a los micrófonos a los mejores músicos de su sello Alegre Records y grabó con ellos un disco poco comercial pero de un valor artístico importante. Un álbum seminal que ayudó a marcar el camino por el que discurriría la salsa de finales de esa década.
Pacheco, de camisa blanca, da orden a la grabación. Al fondo están Bobby, Puchi, Barry y Chombo.
A la derecha, en las pailas, Orestes Vilató
 (Michael Janetis)

Situémonos de nuevo en 1965. Fania Records, la empresa que Pacheco había fundado un año antes con un ex policía de nombre Jerry Masucci como socio, iba sobre ruedas. El ya había publicado tres álbumes con buena acogida y quería ahora rememorar esas estupendas descargas haciendo la suya propia. Poniéndole, obvio, su sello. Su dirección. En este cuarto disco de Fania, la all stars no se llamaría all stars sino Pacheco, his Flute and Latin Jam.
Y adiós espina.

viernes, 12 de abril de 2013

Shake it, baby, shake it!

Intentaré ser breve.
Hay miles de versiones que "cuentan" el final de ese dúo dinámico llamado Tito Puente y La Lupe. Desde aquella acuñada por el propio Tito, cuando dijo que nunca, jamás, sostuvieron enfrentamientos y que solo cumplieron a rajatabla un contrato profesional para hacer juntos cinco LPs (cuatro lanzados a mediados de los 60 y uno en 1978), hasta las más abyectas. Aquellas que acusaron al rey del timbal de debilidad en el ego, pues estaba harto -él, su majestad- de ser la sombra de una cantante excéntrica a la que consideraba poco más que una recién vestida. Da igual. Lo importante es lo que viene a continuación: Una vez que La Lupe y Puente rompían relaciones a finales de 1967, el dueñote de Tico Records (aquel mafioso de cuidado llamado Morris Levy) la mandó llamar de inmediato para lanzarla lo más pronto posible en plan solista.
Y ella, encantada. Por supuesto.
Lupe Yolí Raymond, cuando aún cantaba en Cuba

Con esta jugada La Lupe demostraría que ella sola era capaz de vender toneladas de discos. Que el apoyo de Puente no era ni indispensable ni necesario. En aquellos tiempos los LP se hacían en un santiamén; de hecho, había artistas que sacaban dos o tres al año. Los requerimientos de producción eran menores que los actuales. La maquinaria de ventas era mucho más sencilla y se enfocaba casi exclusivamente a la radio.

martes, 19 de marzo de 2013

El latin soul, según Monguito Santamaría

Con la entrada triunfal del boogaloo en la escena musical neoyorquina a principios de 1966 comenzaron a surgir, como champiñones, un buen número de pequeñas bandas integradas principalmente por músicos muy jóvenes, ansiosos de fama y yonquis por pisar un escenario. Estas agrupaciones estaban más que dispuestas a satisfacer el furor que esta nueva moda estaba causando entre los hispanos (y no hispanos) de Nueva York. Algunas de estas orquestas habían sido formadas en la misma calle, como es el caso de Willie Colón o Joe Bataan, y tenían un sonido más abrasivo. Otras, en cambio, incluían a intérpretes que habían realizado estudios en academias de música y, por tanto, podían incluir a chamacos que pronto deslumbrarían por su genialidad y estilo.
José monguito, hijo del gran percusionista cubano Ramón mongo Santamaría, había estudiado piano y lo tocaba de una forma más que solvente. Además, tenía buena mano para la composición musical y para soportar los rigores de dirigir una banda. Visto el exitazo del boogaloo, él también decidió sumarse a esa nueva ola y un buen día de 1967 se puso a organizar un grupo que incluyese a antiguos compañeros de escuela, músicos que estuviesen pululando por la escena o fuesen, por poner un ejemplo, hijos de los amigos de su papá. Cualquier combinación sería bienvenida.
Monguito Santamaría y su orquesta                                                      (Marty Topp)
A pesar de su carácter tímido, más bien retraído, como lo describían quienes le conocieron por esos años, monguito logró conformar una banda bastante completa, que incluyó en sus inicios a Rene McLean en el alto saxofón, Harvey Hargraves en la trompeta, Glenn Walker en el trombón, Sam Turner -muy reconocido en los predios del jazz y provenía de la orquesta de Mongo- en las congas, Ronnie Hill en los timbales, José Mangual Jr. en los bongós y ese portento llamado Andy González en el bajo. Imagínense qué edad tendría la mayor parte del grupo si el mismo Andy no llegaba aún a los 18 años.
El estilo de monguito se caracterizó por asumir como propios muchos giros y sonidos del R&B estadounidense, sobre todo los que manaban de la factoría musical Motown. Gracias a este acento, su orquesta era mucho más negra que cualquier otra agrupación de sus características; más prieta incluso que la de Bataan. Esto le permitió colarse con facilidad entre el mundillo del soul y el funky, dejando en un segundo término el público latino.
Al menos durante el comienzo.

sábado, 5 de enero de 2013

Lloraba que daba pena, por amor a Magdalena

A Máximo Peña

El que viene a continuación es uno de los discos más honestos de toda la expresión salsera neoyorquina. Fue grabado por una banda muy peculiar llamada La Conspiración, que no llegó a brillar como otras con las que competía a pesar de que tenía un estilo que, 40 años después, sigue resultando fresco y aguerrido. Potente. Un conjunto que contaba, además, con una sonoridad indudablemente salsera a pesar de carecer de trombones: de marcar ese sonido de barrio se encargaban un par de trompetas arregladas de forma casi abrasiva. El álbum se llama Ernie's Conspiracy y fue publicado en 1972 por Vaya Records (filial de Fania), un sello que había sido creado el año anterior para albergar allí nuevas bandas y experimentaciones sonoras.
La Conspiración ya había publicado en 1971 un disco breve, con muchas limitaciones sonoras e interpretativas, aunque con un acento político muy marcado. Las influencias melódicas provenían de Willie Colón, que fue el productor de sus primeros álbumes y ayudó a Ernesto ernie Agosto, su líder, a pulir ese sabor a barrio-barrio que poseía la orquesta. Sin embargo, la temática marcaba una gran diferencia con esas típicas canciones que solo invitan a bailar: La Conspiración (su nombre ya nos da una idea de por dónde van los tiros) bebía de las influencias de los Young Lords, de la negritud y del reclamo de derechos a las minorías.
El de la chaqueta es Marty Galagarza, el del afro es Ernesto Agosto, el del bigote es Willie Colón,
el del chaleco yeyé es Harvey Averne -A&R de Vaya Records- y el último es Héctor Lavoe

Izzy Sanabria Archives
Y esta segunda producción no iba a ser diferente.
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