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martes, 8 de noviembre de 2011

Ready for Patato?


A veces la música le lleva a uno a convertirse en inventor. Me refiero a Carlos patato Valdez. El que fue probablemente el mejor conguero del siglo XX, tuvo la ocurrencia de diseñar un mecanismo de sujeción de la piel en las tumbadoras que permitiría su afinación de forma mecánica. Antes de que existiera ese herraje, los tambores -fuesen grandes o pequeños- tenían el cuero cosido al barril, o clavado con clavos. Esto dificultaba mucho la afinación, que tenía que hacerse con fuego, y por tanto limitaba el sonido que el percusionista quería extraer de la piel. Patato inventó los herrajes graduables con su ingenio y con su virtuosismo le dio un fuerte empuje al uso de este instrumento cubano en el mundo del jazz y de la música latina que atronaba en Nueva York. A esta ciudad se había mudado en 1954 siguiendo la estela dejada por sus amigos Chano Pozo -absurdamente asesinado por su dealer en 1948-, Cándido Camero y Mongo Santamaría, a cuya casa Carlos fue a morar recién llegado a la babel de hierro.
                                                                         Carlos patato Valdez                                                (Martin Cohen)
Lo de patato le viene por el tamaño, porque era pequeñito. Llamaba mucho la atención verle detrás de los cueros, casi insignificante, mientras dominaba el ritmo de la melodía con sus ademanes y su sabor en las manos. Pero también tenía muy buen carácter, era un consumado bailarín, derrochaba carisma, tocaba además el tres, la marímbula, los cajones, el shekere y aceptaba de buena gana meterse en contubernios con el jazz. De hecho, una vez apostado en Estados Unidos, se dejó caer más por los campos de la experimentación sonora con la musicalidad negra que por aquellos en los cuales las evoluciones de los propios ritmos cubanos fueron evidentes. Fue uno de los obreros de ese mestizaje musical y por eso su nombre es tan importante para la música.

martes, 7 de junio de 2011

Ismael Miranda dice: así se compone un son

Después de haber acariciado la fama siendo vocalista de la orquesta de Larry Harlow, y con apenas 23 años, ·Ismael Miranda· decidía en 1973 montar tienda aparte y lanzarse como solista. En Fania Records no podían estar más de acuerdo con la jugada. De hecho, gracias a la popularidad que habían obtenido los cantantes de la discográfica a raíz del éxito de las grabaciones en el Cheetah de Nueva York -de las que hablaré en un futuro próximo-, la nueva estrategia de la disquera sería convertir en solistas a los que aún no lo eran y así satisfacer a esa creciente masa de fanáticos del género, que parecían estar más interesados en las voces que en las orquestas que estaban detrás. Y como Miranda había acariciado el reconocimiento antes que nadie, qué mejor movimiento que empezar con él. Jerry Masucci y Johnny Pacheco estuvieron de acuerdo; Harlow, tragando el disgusto, decidió hacer una ópera-salsa.
Y Miranda puso una enorme sonrisa en la boca.
                                                   Ismael Miranda                                  (Ray Villalobos)
Así se compone un son es un disco interesante, con un fuerte sonido matancero, pero con tres o cuatro temazos que le permitieron solidificar su prestigio como uno de los cantantes de salsa brava más afincados en el gusto de la gente... aunque la larga sombra de su amigo Héctor Lavoe, una orquesta poco estable y mal ensayada, y una pésima estrategia que afincó su imagen cursi de niño bonito de la salsa -mote inventado inicialmente en tono de sorna por Pacheco- impidieron que sus siguientes producciones pudiesen alcanzar los mayores niveles de venta. Expertos como César Miguel Rondón hablan de desarraigo, de pérdida de rumbo debido al alejamiento con el barrio latino que le vio nacer.
Yo pienso que no fue más que una subida de humos.
La fama, que tanto confunde.
Pero entremos en materia. Miranda, que también es compositor, se tomó con mucha seriedad el lanzamiento -excepto la carátula, que es muy mala- y consiguió reunir a una pléyade de jóvenes músicos de mucha calidad, imbuidos todos en la sonoridad neoyorquina.
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