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martes, 17 de septiembre de 2013

Pa' que afinquen yo les canto un son

Sucedió una noche de 1956. Estaba Tito Rodríguez con su orquesta en la tarima del Palladium Ballroom de Nueva York a punto de empezar su set, cuando un buen amigo se acercó para sugerirle, pedirle, casi rogarle que le diese la oportunidad de cantar a su bandboy. A la petición se unió un coro compuesto por algunas bailarinas y otros panas del figurante, todos muy insistentes. ¿Que ponga a cantar a mi valet?, preguntó, intrigado. Tito se dio la vuelta para buscar a un chico de 21 años, encontrarlo con la mirada y espetarle: pero, ¿tú sabes cantar?
El otro le soltó que sí, que él era el mejor cantante del mundo.
Taimado, Tito soltó una risa y le llamó con la mano para que viniese al centro del escenario, le dio sus maracas, lo presentó ante la audiencia -la pista estaba a reventar- y lo anunció como el nuevo descubrimiento de la escuelita, que era como solía llamar a su grupo. Acto seguido, se acercó al oído del jovencito y dijo: bueno, eso de que eres el mejor cantante del mundo vas a tener que probarlo ahora mismo. Y con su donaire y su pelo engominado bajó a la barra a buscarse un trago mientras el muchacho, nervioso ahora porque le habían dicho que sí, comenzaba a cantar Changó ta' vení. Los que estuvieron esa noche dicen que lo hizo bien.
Al terminar el tema, y cuando le aplaudían, el novato buscó a Tito entre el público. Me moría por escuchar qué pensaba de mí, dijo una vez. Al momento vio que el jefe se acercaba sonriendo, alzando los brazos para animar al público a que aplaudiera más. Ya juntos en la tarima, el joven preguntó: ¿y ahora qué hago? Sin perder la sonrisa, Rodríguez volvió a susurrarle en el oído: ¿no querías cantar? Pues canta.
Entonces, Cheo Feliciano se acercó al micrófono para interpretar un mambo que estaba de moda ese año: Barito.

José Luis Feliciano Vega, en un concierto en 2012                                            (Emisora Mariana)

martes, 27 de septiembre de 2011

Este negro sí era sabroso

De toda la expresión salsera, una de las voces que más se acercaba al soneo cubano fue la del barítono ·Pete el conde Rodríguez·. Lo que no ha dejado nunca de ser una ironía porque Pedro Juan era -en este orden- ponceño, boricua y posteriormente, por cosas de la vida, nuyorican.
Pedro Juan Rodríguez, asumiendo su papel de Grande de la Salsa
Debido a la muerte de su padre, en 1946, su madre quedó con severos aprietos económicos y por eso, con apenas 12 años, Pedrito tuvo que irse a vivir a Nueva York a casa de una tía. Ya de adolescente, en sus primeras incursiones musicales estuvo ligado a varias orquestas de cubanos y fue allí donde comenzó a demostrar sus dotes naturales para el canto, y de donde se nutrió para pulir su estilo, que estaba mucho más cercano al fraseo de la mayor de las Antillas que al que comenzaba a sonar con mucha fuerza en la ciudad. Eso sí: nunca estudio canto.
En los años 50 integró la Típica Novel y la Orquesta Broadway, de la que se separó a comienzos de los años 60 por desavenencias y egos. En mayo de 1962 fue contactado por Johnny Pacheco, quien buscaba un vocalista que reemplazara la ausencia de Rudy Calzado y el acople fue estupendo. Grabó con Pacheco desde ese entonces tres discos más de charangas, se amoldó mejor aún al nuevo tumbao que Johnny lanzó en 1964 junto con su recién fundado sello disquero Fania y ambos -a pesar de separarse por dos años debido a un pique que Rodríguez tenía con Ramón Quián, monguito- terminaron formando un dúo de mucho arraigo dentro del naciente fenómeno de la salsa, que produjo discos memorables hasta el año 73.
A pesar del suceso alcanzado con su compadre, Pete tenía otras intenciones y en 1974 le informa a Pacheco de su deseo de montar tienda aparte. Ya como solista lanza un disco, El Conde, que es bien recibido por la comunidad latina aunque no bebiese de las aguas en las que chapoteaba la sonoridad salsera de Nueva York. El sonido propuesto por Rodríguez era mucho más típico que Pacheco -que ya es decir-: para lograrlo, formó una orquesta que era un calco del formato típico del conjunto, organizado por Arsenio Rodríguez en los años 40, pues cuadraba bien con su voz y su estilo, tradicionales pero sin llegar a sonar desfasados.

viernes, 27 de mayo de 2011

Roberto Roena, de lo más tranquilo

Lo de Roberto Roena cae en la paradoja. Me explico: es un tipo al que respeto mucho, me gusta lo que he leído sobre él y me gustan también sus opiniones y puntos de vista, porque parecen de una persona sensata -no exenta de cierta locura, que por algo es artista-, amante nato de la música, humilde al reconocer que lo suyo fue pura pasión y ganas de poner a bailar a la gente aunque sus estudios musicales hubiesen sido escasos y sobre la marcha. Porque es, además, un tótem: inició su carrera musical a mediados de los 50 con nada menos que Rafael Cortijo, tocó en el Palladium de Nueva York -con apenas 19 años-, en esa presentación de Cortijo y su Combo con Ismael Rivera que fue apoteósica. Su casa fue testigo de la formación del Gran Combo del otro Rafael (el Ithier), y su persona combina una más que solvente ejecución de los bongos con una gracia al enfrentarse al baile que poco se ha visto entre los músicos caribeños.
         Roberto Roena, duro con esos cueros   (Fernando Sánchez)
Eso sí: apenas he seguido su discografía. Debe ser por el encontronazo que sufrí hace muchos años con Marejada feliz, una canción cuyo arreglo, sintetizador y coro siempre me han superado, pero que ahora, al darle un buen vistazo a su primer disco, ese que sacó a finales de 1969 con su recién estrenada Apollo Sound, tal vez pueda -tal vez- llegar a comprenderla mejor, como parte de toda su producción discográfica.
Veremos, porque me sigue pareciendo... delicate and jumpy.

En 1966, cuando publicó el disco con los Megatones, Roena empezó a cogerle el gusto a eso de dirigir una banda (asunto nada sencillo, dicho sea de paso). Pero como seguía en EGC, Ithier le atajó en su momento para decirle: oye vamos a ver si paramos esa cosita, tú sabes, porque... Nada, que no más Megatones y Roena se disciplinó tres años más hasta que a comienzos del 69 habló con su jefe, le dijo que quería parar esa cosita porque se iba a buscar fortuna y comenzó a montar su propia orquesta. La casualidad de que el primer ensayo se realizase el mismo día que el Apollo 11 partiera con Armstrong, Aldrin y Collins a recoger piedras grises en la Luna, hizo que el grupo terminase con ese nombre. Aunque no faltaron guasones que parafrasearon la cosa para llamarles los a pollo sound.
Esos chistocitos que nunca faltan.
Como a Roena le ha gustado siempre que los músicos se sientan a sus anchas cuando están tocando (los Megatones surgió de unas sesiones de descarga que organizaba todos los miércoles), y siempre miró con simpatía esos efluvios de soul que provenían de Chicago y Nueva York, la bandita que iba formando sonaba cada vez mejor, 50% salsa y 50% americano, según sus propias palabras.

viernes, 8 de abril de 2011

El rompecabezas de Bobby Valentín y Marvin Santiago

Siempre he pensado que ·Bobby Valentín· es un tipo inteligente. Sensato. Con las vainas claras. Así por lo menos ha ido llevando su vida desde chiquitito.
Les explico: en 1956, el hombre se fue con 15 años a vivir a Nueva York, con sus estudios de trompeta como única maleta, a buscarse la vida, como todos los que salen a los 15 años del hogar puertorriqueño para adentrarse en las fauces de esta ciudad y lo que eso conlleva. A los dos años ya estaba trabajando en la agrupación de Joe Quijano tocando y produciendo arreglos interesantes que mostraban su gusto por variar el típico sonido típico y forjar su propio carácter.
                                              Roberto Valentín en 2006                                                Jean-Luc Agatos
Siempre ha tenido ganas de experimentar.
Después, participa en las orquestas de Willie Rosario (que tenía residencia en el Club Caborrojeño), Charlie Palmieri, Tito Rodríguez y Ray Barretto, que no son poco. Pero no queda contento y, al tiempo, decide fundar su propia banda, con la que lanza en 1966 su primer disco, bajo el sello Fonseca Records. Poco después firma con Fania contratos por cinco años -inteligente, como les decía-, y comienza a labrarse un nombre dentro de la naciente musicalidad. Regresa a la isla en 1969 y se establece allí, tal vez huyendo de la competencia musical de Manhattan, tal vez anticipando que esa locura por la salsa terminaría muriendo en Nueva York y seguiría viva en Borinquén, como más o menos sucedió así.

viernes, 4 de marzo de 2011

Los rikos también tienen sentimiento, tú

                                               José Cheo Feliciano                            (Codigo Music Group)
Antes de que me interpelen y exijan el carnet de buena conducta, que les veo las intenciones, aclaro públicamente que admiro muchísimo a ·Cheo Feliciano· porque es uno de los cantantes que mejor frasea en todo el Caribe, he disfrutado mucho las veces que le he oído cantar en vivo -que han sido varias-, tiene un timbre potente, muy agradable, un buen desempeño en el montuno, entona el bolero como pocos y es, además, el cantante favorito de Eddie Palmieri 
(y yo al Maestro le hago mucho caso).
Como muchos críticos musicales y estudiosos han generado diversas variantes de la salsa (gregoriana, matancera, erótica, narrativa, etc), yo me atrevo a decir aquí, también públicamente, que Cheo cayó en varias ocasiones en eso que me atrevo a llamar salsa demagógica.
Sí, demagógica. Porque hay pocas letras más farsantonas -como diría mi amigo Marco Tulio- que la guaracha que le compuso Tite Curet Alonso: Los entierros, incluida en el disco Estampas de 1979.
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