Esta historia trata de un
niño que nace de madre desconocida y que es, además, ciego, sordo y mudo.
Pobre. Como no tiene mamá lo cuida su papá, aunque éste tardó un par de meses en
darse cuenta de los impedimentos severos del hijo, y lo hizo justo un 25 de diciembre. No obstante, el progenitor
es responsable con la salud de su pequeño y decide pensar que estas taras
no son taras sino una bendición que le ofrece dios, por lo que las acepta tal y como lo habría hecho un seguidor del Opus Dei.
Con alegría, se entiende.
Al año, o dos, o quizás a
los cinco, al padre le nace la vena científica y le pone unas cajas al
niño, a ver qué hace con ellas. Resulta que el pequeñín las toca con un afinque
que ni Chano Pozo. Gracias a esta bendición lo presentan entonces como un
virtuoso percusionista, y esto terminó generando un tremendo orgullo a su progenitor.
El chico, aunque no oye ni
ve ni habla, suele estar suelto por ahí, sin mucha vigilancia. Un día pasa por la calle un vendedor de helados con su tintineo y el chamaco, que estaba sentado cerca de otros niños que
jugaban en la acera, comienza a tocar los tambores -no se sabe de dónde
salieron- para reclamar su mantecado y lanzar, como quien no quiere la cosa, un
mensaje de amor a toda la humanidad.
Su fama comienza a crecer.